“De repente me vino la idea”
La visión de una niña prepara a su familia
Marie Madeleine Cardon era sólo una niña que vivía cerca de Turín, Italia, en 1840, cuando recibió un testimonio de una obra que estaba teniendo lugar al otro lado del mundo.
Nacida en 1834 de padres valdenses, en la vida tranquila y rural que Marie llevaba en los Alpes no había nada que sugiriera el suceso que, como ella definiría más tarde, cambiaría “la trayectoria de toda mi vida”. Aunque sólo tenía cinco o seis años, Marie tuvo una visión de mensajeros del Evangelio restaurado que llegarían a Italia. Posteriormente, Marie describió así el sueño:
Estaba arriba, en la cama, y me sobrevino un fuerte sentimiento. Me parecía que yo era una joven, en lugar de una niña. Pensé que me encontraba en un pequeño prado, cerca de nuestra viña, impidiendo que las vacas lecheras de mi padre entraran en la viña. Me parecía que estaba sentada en la hierba, leyendo un libro de la escuela dominical. Levanté la mirada y vi a tres desconocidos delante de mí. Al mirarlos a la cara, bajé la mirada de inmediato, porque sentí mucho miedo. De repente, me vino la idea de que debía mirarlos para poder recordarlos en el futuro. Levanté la mirada y les miré directamente a la cara. Uno de ellos, al ver que yo tenía miedo, dijo: “No temas, porque somos siervos de Dios y hemos venido desde muy lejos para predicar al mundo el Evangelio sempiterno, que ha sido restaurado en la tierra en estos postreros días, para la redención del género humano”. Me dijeron que Dios había hablado desde los cielos y había revelado su Evangelio sempiterno al joven José Smith; que nunca sería quitado de la tierra, sino que se establecería Su reino y que se congregarían todas las personas de corazón sincero. Me dijeron que yo sería el medio de llevar a mis padres y a mi familia a esa gran congregación. Y que, además, no quedaba lejos el día en el que abandonaríamos nuestro hogar y cruzaríamos el gran mar. Viajaríamos por el desierto y llegaríamos a Sión, donde podríamos servir a Dios de acuerdo con los dictados de nuestra conciencia. Cuando terminaron de comunicarme su mensaje, dijeron que volverían pronto a visitarnos. Sacaron varios libros pequeños de sus bolsillos y me los dieron, diciendo: ‘Léelos y aprende’. Después desaparecieron de repente”.
La niña, de inmediato, le contó a su padre, Phillipe Cardon, todo lo que había visto y oído. Unos diez años más tarde, después de que un decreto real concediera la libertad a los valdenses, que habían sido perseguidos durante mucho tiempo, y después de que la familia se mudara al Piamonte, Italia, Phillipe oyó hablar de tres desconocidos que predicaban la doctrina que él había oído explicar a su joven hija una década antes. “Se emocionó tanto y sintió un interés tan intenso que no pudo seguir trabajando”. En lugar de ello, se marchó a casa, se puso su ropa de domingo y salió a buscar a los tres desconocidos.
Viajó por las montañas y los valles y llegó el domingo por la mañana, justo a tiempo de oír predicar al élder Lorenzo Snow. Mi querido padre se sintió muy feliz por poder escuchar la verdad pura explicada tan bien y con tanto fervor. Su corazón se llenó de gozo. Tras la reunión, mi padre se acercó a esos siervos de Dios, les estrechó la mano y, amablemente, los invitó a venir a nuestra casa, donde deseaba que establecieran su sede. Ellos aceptaron su hospitalidad amablemente y de buena gana.
Marie y una gran parte de su familia no tardaron en aceptar el Evangelio en su totalidad. Marie incluso acompañaba a los misioneros a predicar por las montañas y traducía sus sermones a los vecinos. En 1854, la familia Cardon emigró a Utah, donde Marie se casó con John A. Guild. Tuvieron once hijos y, con el tiempo, se establecieron en Piedmont, Wyoming, que se llamó así por el lugar en el que Marie vivió cuando era joven. Marie murió en 1914 y dejó una autobiografía para sus hijos en la que compartió un poderoso testimonio de la fe que había dado forma a su vida.
Mis queridos hijos, no puedo dudar de la fe y de los principios que he aceptado. Mi alma está repleta de gozo y de agradecimiento a Dios por la consideración que ha tenido conmigo y con ustedes al manifestarme la divinidad de Su gran obra de una manera tan notable. Oro sinceramente para que ustedes, hijos míos, lleguen a darse cuenta de lo maravilloso y, pese a todo, lo real y verdadero que es este testimonio que les doy, el testimonio de mi vida1.